Una historia de familia

Por Francisco Guillermo Panero* 

La que sigue no es más que la historia de una familia que sufrió en carne propia los horrores de esa época, aunque el final no haya sido el de la muerte.

Mis hermanas mayores, Susana y Marta Panero, padecieron todos los rigores que transitaron las víctimas de secuestros y desapariciones, más allá de que por circunstancias muy particulares lograron salir con vida. De no ser por eso, el destino de ambas probablemente haya sido el de integrar la larga lista de desaparecidos de este país.

Somos integrantes de una familia numerosa, de seis hijos, que en 1976 sufrió la desaparición de dos de ellas. Con 19 y 20 años, tenían militancia política en la universidad y, al igual que sus novios –Daniel Sonzini y Luis Leiva, hoy desaparecidos–, fueron secuestradas semanas después del golpe del 24 de marzo.

Marta, estudiante de Ciencias de la Información, fue capturada en la calle, de la forma más violenta y a manos de un grupo de tareas. De allí, pasó unos minutos por la D2 del Cabildo y llevada directamente hacia la Casa de Hidráulica, junto al dique San Roque. Susana fue sacada de la ciudad por mis padres por unas semanas y, cuando creía estar a salvo, un allanamiento a nuestra casa terminó con esa ilusión. Durante meses, nada supimos de ellas.

Mis padres hicieron todo lo posible por salvarlas y en su desesperación en esos momentos de incertidumbre recurrieron a todo tipo de esfuerzos. Mi papá –psiquiatra– era profesor universitario y colega de cátedra del entonces rector Carlos Morra. A través de él entablaron contactos infructuosos con el entonces coronel Raúl Fierro, personaje siniestro que se decía mano derecha del general Luciano Benjamín Menéndez, y sin dar respuestas sobre su paradero aseguraba que estaban “muy comprometidas”.

Pero si a alguien ellas le deben la vida, es a quien se las dio al nacer. Mi madre tuvo la inteligencia de aprovechar algo que sería la carta que les salvó la vida: ambas habían nacido en Estados Unidos, mientras mi padre hacía su residencia en Filadelfia. Desoyendo la opinión de su marido, Alicia (el nombre de la heroína de esta historia) viajó a Buenos Aires y se plantó en la embajada norteamericana. No se fue hasta que la escucharon y le admitieron que podían reclamar por ellas a pesar de que habían optado a sus 18 años por la ciudadanía argentina.

A esa altura, la suerte de Marta y Susana no había sido distinta a la de aquellos que ingresaron a los centros de detención. Los reclamos y negociaciones se tomaron su tiempo, ya que había diferencias entre la Junta Militar y el jefe del Tercer Cuerpo, Menéndez, que se negaba a aceptar condiciones. Fueron semanas cruciales en las que no se supo nada de ellas.

Susana pasó, entre otros lugares, por el campo de La Ribera y Marta estuvo principalmente en la Casa de Hidráulica. Marta quedó maltrecha por la tortura y una mañana, después de una larga sesión de tormentos, la sacaron “tabicada” al patio de ese centro clandestino. Estaba muy dolorida y los golpes en las piernas le impedían pararse. Echada junto a un árbol, alguien se acercó al oído y, sabiendo el castigo que había sufrido, le susurró: “Si caminás, te salvás; si no, sos boleta”.

Minutos después, recibió la ayuda de otros detenidos que lograron apoyarla contra el árbol y luego ponerla de pie. Fue una larga tarde sin sentir las piernas, hasta que dio el primer paso.

Susana llegó primero a la cárcel del Buen Pastor. Varias semanas después, una noche, llegó Marta. Días más tarde, a través de una empleada del penal de mujeres que hoy es shopping, la familia se enteró extraoficialmente de que estaban allí. “Están vivas”, fue la frase del alivio tras meses de angustia e incertidumbre.

A partir de entonces, comenzó un largo período que si bien duró pocos años se hizo interminable. Luego de pasar por la Penitenciaría de San Martín (UP1), fueron puestas a disposición del Poder Ejecutivo Nacional (PEN), lo que significaba que la dictadura blanqueaba su situación. A partir de allí fueron trasladadas a la cárcel de Villa Devoto, en Capital Federal.

Los viajes de la familia fueron incesantes y para cumplir con la visita semanal –martes las mujeres, jueves los hombres– no hubo trabajo de los padres ni clases de los hermanos que las interrumpieran. Ya sin la incertidumbre de la vida o la muerte, esta etapa igual tuvo mucho sufrimiento. Muchas veces llegábamos después de hacer 700 kilómetros y debíamos volver a Córdoba inmediatamente porque nos informaban que estaban sancionadas. Otras, nos enterábamos de que la sanción era mayor y una de ellas había sido enviada “a los chanchos”, una celda oscura, sin baño ni ventilación, a la que entraban y no sabían cuántos días pasaban allí adentro.

Según la etapa que transitaba el país, la dureza del régimen de encierro fue variando. La correspondencia que intercambiábamos venía con el sello “CENSURADA”. En un momento, las visitas fueron en locutorio y sólo podíamos verlas a través de un vidrio, sin poder tocarlas ni abrazarlas. Esos diálogos eran angustiantes. Muchas visitas terminaron en llanto para los hermanos que para esa época transitábamos la adolescencia y no soportábamos verlas así.

Primero, Marta fue echada del país. Después, Susana recibió la libertad pero en un país que no le permitía permanecer en paz. Volvieron a vivir donde habían nacido para comenzar una nueva vida. Así como verlas subir a un avión en Ezeiza fue un gran alivio, la imagen de su regreso en diciembre de 1983 en la estación Mitre todavía sigue siendo una de las alegrías más grandes que he tenido.

A pesar de que intentaron volver, hoy ambas viven en Estados Unidos. Marta declaró a través de videoconferencia en el juicio de La Perla y su testimonio, como una de las pocas sobrevivientes de la Casa de Hidráulica, sirvió para probar la existencia de ese campo de concentración, como así también para ubicar allí a personas desaparecidas, algunos de cuyos familiares no sabían qué había sucedido con ellos.

Susana vive en Atlanta y como médica infectóloga se desempeña en el Centro de Control de Infecciones (CDC). Marta es investigadora de la Universidad de Nueva York (NYU).
Lamentablemente, los dolores no han dejado de serles indiferentes: Susana enviudó joven y Marta perdió su único hijo.

Después de luchar tantos años, nuestros padres se separaron apenas ellas se fueron del país. Los hermanos seguimos nuestro camino sin olvidar lo que fue esa etapa. Alicia aún vive y sigue siendo el motor de una familia con varios nietos. Pasan los años, pero experiencias como esa dejan una marca definitiva e ineludible frente a todo lo que se emprende. Todo esto, sin olvidarnos que podemos contar una historia con un final menos cruento que el de otras 30 mil familias.


*Francisco Guillermo Panero es egresado de la Escuela de Ciencias de la Información. Actualmente es redactor de noticias Judiciales en la sección Sucesos de La Voz del Interior y tiene una columna en radio Continental Córdoba en la que aborda noticias de la Justicia. Trabajó en Canal 10, Radio Universidad y Video Visión. En el plano gremial, fue delegado sindical de sus compañeros en La Voz del Interior, miembro de comisión directiva del Cispren y dirigente de la Obra Social de Prensa.